LLUEVE A CÁNTAROS EN HONDA. Llueve de día y de noche; a la madrugada y al atardecer.
El Magdalena baja endemoniado y enzarzalado, no deja entrar a sus aguas las del Gualí ni las de Quebrada Seca; las represa, las estanca, las desborda. Los ríos inundan barrios, se meten a las casas, corren por las calles, tumban árboles, mueven piedras. Se oye de lejos. En las orillas se apiña la gente pobre; el crecimiento de las haciendas en las tierras planas la ha empujado a vivir al borde de los ríos. Vive orillada. La zozobra es general. Las autoridades se han limitado a gritar, desde lejos —por un megáfono—, que la gente debe abandonar sus casas y que hay un par de carpas abiertas en una escuela. La Policía deambula armada hasta los dientes; tiene miedo de un motín. El Ejército anda ocupado luchando contra la guerrilla. La Cruz Roja vende billetes de lotería. Los helicópteros militares pasan sin saber si van o vienen de la guerra (quizás dan el parte del tiempo a la Oficina de Prevención de Desastres). En las calles, los desplazados —ahora por el invierno— arman carpas, hacen fogón, arrullan niños. Miran aterrados y resignados. La plaza de mercado, una joya, está a punto de ser destruida por el Gualí, que ya destruyó la biblioteca y el archivo municipal Alfonso Palacio Rudas. Las zapatas del Puente Navarro —construido en 1899 y hermano del Golden Gate de San Francisco, California— están en peligro de ser destrozadas por las crecientes del Magdalena. Puerto Bogotá, frente a la ciudad de los puentes, se derrumba poco a poco.
Las aguas apozadas en la Sabana de Bogotá —que volvió a ser una laguna—, junto con las que sueltan de Betania y El Prado para evitar que las presas estallen, han llevado el río Magdalena a niveles nunca registrados. A la vecina Útica, como a Armero, la sepultó una avalancha de barro. Puerto Nare, Canta Gallo y Puerto Wilches se ahogan, y hacia el norte avanzan las aguas caídas y por caer. Los rivereños de los ríos no saben qué es peor: si los bombazos de agua —que los pueden arrastrar con todo y casas—, el deslave de las lomas que amenaza con sepultarlos vivos, o el robo de los pocos —muy pocos— enseres que han logrado conseguir a través de años de miseria. En el caos pulula el bandidaje. Las alertas rojas se reducen a un comunicado de prensa —entregado a los periodistas— sobre el peligro inminente, a un censo de amigos de las administraciones locales supuestamente damnificados y al trámite de una ley cuyas anunciadas ayudas nunca llegan a la gente para la cual la emergencia invernal fue decretada.
La carretera Honda-Villeta está cerrada, y durará así por muchos meses porque la banca en La Batea se hundió el miércoles; la variante por Cambao-Albán está cerrada por deslaves y rocas; la de Manizales-Honda ya ni existe. Así las cosas, el domingo de Pascua, en la ‘Operación Retorno’, el intrépido general Palomino y sus hombres asistirán al trancón más espectacular que registre la historia del país en la vía Ibagué-Bogotá. Están cerradas diecisiete carreteras nacionales y treinta y cuatro nacionales. Colapso total. Los derrumbes son sistemáticos, las cordilleras se derriten, las bancas se deslíen. Invías no da a basto. Los contratistas huyen; la plata de los peajes se esfuma. En Colombia el único general que no recibe lo que demanda es el general invierno. Hay 3 millones de afectados, 100 muertos y trece departamentos en alarma roja.
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