D. José María Samper, el más fecundo de nuestros escritores del siglo pasado, vino a Bogotá de muy temprana edad. Aquí, entre los años de 1838 a 1846, adelantó estudios de bachillerato y jurisprudencia en la casa de educación de D. José Manuel Groot, en el Colegio Mayor de San Bartolomé y en la Universidad Nacional. Cuando contaba quince años publicó su primer artículo en las páginas de un importante periódico capitalino y de los veinte en adelante se entregó por entero a las faenas de la vida pública. D. Carlos Martínez Silva hablando de la recia personalidad del Sr. Samper dice que tenía naturaleza expansiva y generosa, actividad volcánica, ardiente y desinteresado patriotismo y un pronunciado temperamento de combatividad y de lucha.
En el transcurso de su vida D. José María Samper sobresalió ante todo como escritor múltiple, periodista infatigable y orador elocuentísimo. Fue, además, parlamentario de larga y brillante trayectoria; catedrático de ciencia constitucional, administrativa y de legislación; diplomático ante los gobiernos de Chile y Argentina; miembro de la Academia Colombiana y de varias sociedades de París y magistrado hacia el final de sus días. En Europa acrecentó e irradió su vasta ilustración por espacio de cinco años.
Refiriéndose al tribuno de palabra poderosa y persuasiva, el citado Martínez Silva anota lo siguiente:
Su voz era robusta y extensa; su presencia en la tribuna imponente; su acción desembarazada y noble; la posesión de sí mismo, completa, de suerte que nada le turbaba ni desconcertaba. Manejaba con maestría el lenguaje de la pasión; razonaba poco en tales ocasiones; pero, en cambio, sabía herir todas las fibras del corazón, desde las más fuertes hasta las más delicadas.
Dotado de una extraordinaria facilidad para escribir —se dice que sus obras pasan de las cincuenta mil páginas—, D. José María Samper fue redactor y colaborador de un número considerable de publicaciones periódicas, que sería largo enumerar. Sus constantes colaboraciones sobre política, literatura, economía, historia, crítica, etc., vieron la luz no solamente en periódicos del país sino también de Madrid, Londres, París, Caracas y Lima. En la capital antes nombrada dirigió El Comercio de D. Manuel Amunátegui y publicó la Revista Americana con la exclusiva colaboración de su esposa, doña Soledad Acosta de Samper. De su copiosa y muy variada producción intelectual —más de treinta obras entre libros y folletos, fuera de numerosos escritos de extensión e importancia aparecidos en periódicos— cabe mencionar los siguientes libros: Apuntamientos para la historia, Ensayo sobre las revoluciones políticas, Viajes de un colombiano en Europa, Cartas y discursos de un republicano, El Libertador Simón Bolívar, Galería nacional de hombres ilustres o notables e Historia de una alma.
Esta última, considerada como la obra capital de Samper, constituye una espontánea e íntima manifestación autobiográfica llena de interés y amenidad. En la dedicatoria que hace a sus hijas, el autor, entre otras cosas, les confiesa:
Voy a narrar en este libro las impresiones y peripecias de 46 años de ese siglo moral. Esta es la historia de mi alma. Ella, servida con fidelidad por el poder de la memoria, se ha seguido a sí misma, desde el principio de su florecencia hasta el comienzo de su otoño; ha estudiado su propio desarrollo, sus titubeos y sus contradicciones, sus desfallecimientos momentáneos, y sus esfuerzos de reacción, sus grandes luchas, sostenidas en persecución de la verdad, así como sus dudas y caídas, sus ímpetus de soberbia y sus desahogos de melancolía... Así la historia íntima de esta alma es también la de muchos hombres y acontecimientos; es, en no pequeña parte, la historia de la Patria: historia anecdótica, escrita puramente de memoria, familiar en sus formas y su tono, lealmente recordada y narrada con ingenuidad.
La obra en referencia está dividida en tres partes. El capítulo VII de la primera parte que se reproduce a continuación lo hemos tomado de la edición príncipe publicada en Bogotá, en 1881. D. José María Samper murió en Anapoima, departamento de Cundinamarca, el 22 de julio de 1888.
Educación moral y primaria
Faltábanme dos o tres meses para cumplir siete años (pues nací en Honda (departamento del Tolima) del 31 de marzo al 1º de abril de 1828 cuando mi padre me hizo matricular en la escuela primaria, a la cual fue reunida un año después la normal, sirviéndolas un solo preceptor. Había un número tan considerable de alumnos que el Director-maestro no alcanzaba materialmente, no obstante su capacidad y aplicación, a enseñarnos cosa mayor. Me encomendaban para los certámenes públicos la recitación de la resunta (discurso de orden compuesto por el Director) únicamente a mérito de mi desparpajo y falta de miedo delante del público, y de ciertas disposiciones que tenía —por mi fuerte voz y facilidad de acción— para la oratoria. Jamás imaginé entonces, no obstante mi locuacidad (con frecuencia empalagosa, por excesiva y sobrado ruidosa), que con el tiempo sería tribuno popular y orador parlamentario, académico y..., lo peor de todo, de honras fúnebres!
En la escuela aprendí, desde luego, a pelear con muchos camaradas y ejercitar mis fuerzas en el pugilato; y sólo saqué de ella en limpio, en tres años de tareas muy poco metódicas, el saber leer, el conocimiento de la doctrina cristiana, algo de historia sagrada y de aritmética, un medio barniz de urbanidad teórica, nociones muy elementales de gramática, no pocos verdugones causados por los puños de mis condiscípulos, y una mala forma de letra entre española y francesa. Con el tiempo, las lecciones de maestros que tenían letra inglesa y el mucho escribir, reformé mi escritura y quedé con una letra parecida a mí: sumamente clara, franca y abierta, sin ambages ni falta de perfiles, de formas inequívocas, pero sin regularidad ni sistema, gruesa y en cierto modo anárquica.
También saqué de la escuela una importante enseñanza. Un día provoqué con mis impertinencias a un condiscípulo, más fuerte que yo: peleamos, recibí numerosos puñetazos y llegué a casa con los ojos acardenalados, llorando y quejándome. Averiguando el caso y sabiendo que la culpa era mía, mi padre (que estaba montado a la antigua en materia de castigos, según la educación que había recibido) me administró por añadidura cosa de cuatro o cinco azotes, "por atrevido y buscapleitos". Aleccionado con esto y temeroso de ser castigado, algunas semanas después toleré la provocación de un condiscípulo brutal y de mal genio, me dejé pegar y torné de la escuela a casa con las narices reventadas. Me interrogó mi padre (que irritado era muy severo), y le conté la verdad. Entonces me administró cosa de ocho a diez azotes, dándome ración doble "por la cobardía de haberme dejado ultrajar sin motivo y teniendo la razón de mi parte".
No eché la lección en saco roto; por lo que en el curso de mi vida, si nunca he sido rencoroso ni vengativo, jamás, después de recibir una bofetada moral o material, he puesto la otra mejilla para recibir la siguiente, sino que he dado las vueltas, sin quedarme debiendo un saldo. No juzgo la moralidad o filosofía de este modo de proceder; pero digo ingenuamente cuál ha sido mi regla, porque así me enseñaron a proceder. Durante mi vida pública me ha salvado de muchos ataques y ultrajes la energía y resolución con que, sin temor al peligro, he rechazado siempre las ofensas y las tentativas hostiles. A falta de cultura y moderación en todos y de seguridad social, sólo se hace respetar el hombre que tiene valor para desafiar el peligro y exponerse a todo por defender su dignidad.
Cuando muchacho tuve mucho miedo a los espantos y cosas que llamaban "del otro mundo"; pero una vez que supe, con la experiencia de la vida, que los verdaderos espantos no son los muertos sino los vivos, perdí el único miedo que había tenido.
Después no he sentido otro linaje de miedo (en el alma, pues en el cuerpo sí lo he experimentado en varias ocasiones) sino éste: el de comprometer o perder con algún acto mi reputación. Las vicisitudes de la vida me han probado que el secreto para contar con las tres cuartas partes del buen éxito en todas las cosas, está en dos fuerzas: la seguridad de que uno tiene de su parte la razón, o por lo menos la buena intención, y el valor para desafiar todo peligro; valor que consiste en someter la instintiva flojedad de los nervios a la energía de la voluntad.
Desde que yo estaba en la escuela hasta que concluí mis estudios universitarios, oí frecuentemente a mi padre ciertas máximas, de cuya práctica me dio muchos ejemplos, ya como padre de familia o como simple particular, ya con otro carácter en Bogotá, ejerciendo el empleo de Senador de la República. Sus principales máximas eran éstas:
No se debe dejar nunca para después lo que se puede hacer bien al instante mismo.
Jamás se debe tener vergüenza de ningún trabajo o faena, para servicio propio o ajeno, que no sea vil, infame o pernicioso.
Conviene siempre aprender y saber algo de todo, porque toda la vida es un aprendizaje.
El mejor sirviente de uno es uno mismo. Este es el criado más fiel que se puede tener, y de balde muchas voces.
A falta de buena ocupación, vale más hacer algo para desbaratarlo en seguida, que estarse ocioso.
Todo padre debe procurar a sus hijos lo necesario; jamás lo superfluo. Esto, que se lo procuren ellos con su trabajo.
Valerse a sí mismo en todo caso que ocurra, sin aguardar ayuda de sirvientes o extraños, es un gran recurso y una verdadera riqueza.
Si alguien merece seis azotes por atacar a otro injustamente, merece doce cuando, por cobardía, se deja ultrajar, teniendo el derecho y los medios de defensa.
Por regla general, las compañías de negocios con extraños, son funestas para los hombres generosos y honrados.
No se debe dejar de hacer bien a quien lo ha menester; pero nunca es prudente contar con la gratitud de ningún beneficiado, sino más bien con el interés del que espera un beneficio.
No se debe reparar en nada con parientes, amigos o menesterosos, cuando se trata de servicios de familia, de amistad o de caridad; pero en los negocios, en lo que es comprado, o prestado, o alquilado, o manejado por cuenta ajena, se debe cobrar y pagar hasta el último centavo.
Yo podría referir muchas anécdotas que fueron la prueba de las máximas de mi padre, pero sólo reuniré aquí unas pocas bien significativas.
Un día que mis hermanos y yo habíamos hecho mucha basura con papeles en la sala de la casa, empeñados en fabricar cometas (arte en que llegué a ser maestro), llegó de visita a casa una familia compuesta de una señora y dos o tres señoritas. Mi madre, azorada, me hizo ir corriendo a llamar a uno de los criados para que recogiera la basura; mas dio la casualidad que en aquel momento no había en la casa más sirviente que la cocinera, demasiado ocupada, por lo que la sala continuó hecha un basurero de palitroques, papeles, cuerdas, etc. En eso llegó de la calle mi padre, e indignado al ver aquel desaseo me preguntó por qué estaba así la sala. Díjele que no había por el momento ningún criado que barriese, y al punto me replicó entre aconsejando y reprendiendo:
"Pues coge tú mismo la escoba y ponte a barrer".
Hube de hacerlo, avergonzado y todo, y después comprendí que era muy bueno saber barrer. Sucesivamente, andando el tiempo, yo mismo he barrido, con gran satisfacción, primero, mi cuarto de estudiante; después, los de algunas sucias posadas en los caminos; en 1875, mi calabozo en el cuartel donde por muchas semanas me tuvieron encerrado el miedo, la pequeñez y la saña de un presidente-dictador a quien hice oposición por la prensa; en 1854 y 1876, durante mis campañas, y en el 77 y 78, proscrito de mi patria, en los alojamientos que ocupaba en Venezuela.
Un día en que yo había pedido un caballo de la hacienda de mi padre para salir de paseo, el muchacho quiso ensillarlo antes de irse también a pasear. Mi padre le detuvo, diciéndole: "Vete, que Pepe mismo ensillará". Volví a mirarle con cierta extrañeza, y él añadió:
"Aprende, hijo, a ensillar tu caballo, sin necesidad de criados; así montarás siempre más pronto y con mayor seguridad". En efecto, los criados siempre me han ensillado mal mis cabalgaduras, por lo que he tenido la costumbre de hacerlo yo mismo, con ventaja y a mi gusto.
En cierta ocasión iba mi padre por la calle con mi tío Juan Antonio, quien, como he dicho, era muy generoso y desprendido: pidióle limosna un pordiosero, y como buscase en sus bolsillos y no hallase dinero menudo, dijo a mi tío: "Préstame medio real para dárselo a este pobre"; y lo recibió. Olvidóse mi padre de esta bagatela, y al día siguiente, en casa, mi tío le dijo:
—José María, me debes medio real; págamelo.
—¿De qué te debo tal bicoca?
—El medio que te presté para dar una limosna. Como fue prestado, te lo cobro.
—Tienes razón; así debe ser.
Al día siguiente mi tío Juan Antonio, que así reclamaba de mi padre medio real, le envió un hermoso y finísimo caballo goajiro que acababa de comprar para regalárselo a mi madre.
Nuestro vasto solar y uno más extenso con pasto artificial, situado al frente de la casa, estaban cercados con latas de guadua picada que se sujetaban con bejucos a numerosas y sólidas estacas. Renováronse los cercados en cierta ocasión, quedaron por el suelo enormes montones de lata vieja, al parecer inútil, y mi padre, al tiempo de montar una mañana para irse a dar vuelta a su hacienda, le dijo a un criado: "Búscate unos peones para que recojan toda esa lata vieja y la boten al Magdalena". Cuando se iba a ejecutar la orden, tuve una idea y le dije al criado: "Aguarda un poco, antes de llamar los peones". Yo tenía trece años y estaba en casa por causa de vacaciones del colegio. Había oído decir que la vieja lata de guaduas era el mejor combustible para cocer pan, y me ocurrió hacer un negocio. Fuime a tomar informes con muchas panaderas, y logré contratar a dos reales cada tercio o brazada de aquella excelente leña, siendo de cargo de las panaderas el recogerla y llevársela. De este modo ahorré a mi padre el gasto de más de cinco pesos en peones para botar aquel combustible, y obtuve en dinero más de veinte que entregué a mi madre.
Cuando hacia la noche tornó mi padre a casa y supo lo ocurrido, encomió con gran satisfacción mi conducta, y aun dijo: "Nada hay enteramente inútil; Pepe me ha dado, sin pensarlo, una buena lección". Al día siguiente, al levantarnos de almorzar, no sólo me elogió mucho delante de toda la familia y me obligó, a pesar de mi primera negativa, a guardar para mí el dinero obtenido con la leña, sino que, sacando de su cigarrera unos cuantos cigarros (que usaba muy largos y delgaditos), me dijo:
"Toma para que fumes. Ha tiempo que fumas a escondidas y yo lo sé. Ahora puedes procurarte esta superfluidad, puesto que ya has ganado dinero con tu industria y diligencia".
Había un punto, sin embargo, en que mi padre no andaba en conformidad con la razón, y era el sistema penal. Sabía recompensar con acierto los buenos actos de sus hijos y sus sirvientes, pero no sabía castigar. Sus castigos eran por lo común excesivos, y no daba suficiente importancia a las penas morales; por lo que menudeaba la de azotes considerándola como la de mayor eficacia. Así le habían criado y educado desde los primeros días de este siglo hasta 1816 o 1817, y si bien había sido muy patriota y fue siempre muy liberal, pudieron más en él, para educar sus hijos, los hábitos que había heredado en lo tocante a penas y recompensas. Por lo demás, mi padre era hombre de gran talento natural, muy confiado y muy perspicaz, generoso, hospitalario y benévolo, y en sociedad estaba siempre de buen humor y era muy franco, jovial y comunicativo. Su educación había sido muy imperfecta, por causa de la pobreza de mi abuelo, y tenía muy limitada instrucción teórica; lo que no le estorbó para servir con acierto varios empleos, como los de jefe político del cantón de Honda, Gobernador de la provincia, Diputado a la Cámara provincial y Senador.
Era mi padre (y perdónenseme algunas repeticiones que me dictan el amor y la veneración); era mi padre, a fuer de hijo de aragonés y de una señora de origen castellano, muy blanco y rubio, de buena talla, ancho de pechos y de espalda, y caminaba siempre aprisa y con la cabeza agachada. Tenía la frente muy espaciosa, las cejas espesas, los ojos muy azules, vivos, pequeños y penetrantes, la nariz aguileña y fina, los pómulos salientes y el rostro bien perfilado. Picábase de ser despreocupado y tenía carácter muy varonil; amaba a todos sus hijos con ardor, y nunca excusó sacrificio alguno para procurarnos la mejor educación posible; el trabajo era su mayor encanto, y en todas sus cosas era positivista, leal, sincero y cumplido. No sé hasta qué punto me haya parecido yo a mi padre; pero es lo cierto que de él heredé muchas cosas, y que procuré imitar sus ejemplos respecto de muchos rasgos que le eran propios.
Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 139,
Bogotá, 1º de agosto de 1972, pp. 11-14.
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