En los 40 años de la muerte de Álvaro Cepeda Samudio, 'Vivir sin fórmulas' es el libro de su vida.
En julio (de 1972), cuando estaba filmando un documental sobre la subienda en Honda, cayó enfermo con una fuerte gripa y regresó a Barranquilla.
Para esa época, tres meses antes de su muerte, Álvaro era más apacible, leía o se sentaba a hablar con sus hijos Pablo y con Patricia (...). Pasaban tardes enteras jugando damas chinas o parqués en medio de largos silencios. También hacían pequeñas películas con una filmadora y fingían que le estaban haciendo algún tratamiento a Álvaro.
Para ese tiempo siempre estaba con dolor de cabeza y él se lo atribuía al cigarrillo. Pero de ninguna manera era un hombre derrotado. Una tarde, Alfredo de la Espriella iba por la calle cuando pasó Álvaro en una camioneta y le gritó:
-Vamos a hacer un cipote libro del carajo sobre el carnaval. Julio Mario nos patrocina.
-Nos vemos mañana -le contestó Alfredo.
Al otro día, cuando se encontraron, Álvaro le contó que se iba de urgencia para Nueva York, que un médico lo había chequeado en su consultorio y le recomendó irse de inmediato.
Álvaro comprendió finalmente que estaba mal y se lo dijo a Efraín Barros: "Efraín, estoy enfermo. Me voy para Estados Unidos. Pueda ser que no venga con los zapatos parados". Se veía delgado, demacrado, sin energía.
Se hospedó en el Hotel Warner, en Manhattan. A los pocos días se internó en el Sloan-Kettering Memorial Hospital para su tratamiento y entonces Julio Mario Santo Domingo se llevó al resto de la familia al apartamento de un primo suyo que vivía cerca.
Desde su cama en el hospital, Álvaro les escribió a sus amigos anunciando su fin con humor negro. Luego pasó la crisis, vinieron días de recuperación y algo de optimismo. Volvió entonces a escribir anotando que el asunto no era tan inminente, añorando los sancochos en La Tiendecita, pero consciente de la situación: "Hay veces, créemelo, que esta vaina de morir asusta", le confesó en una nota a Daniel Samper.
Al pie estaban su familia y Julio Mario Santo Domingo. Gabo también llegó y fue testigo de un Álvaro encantador y compasivo (...).
Pero a pesar de todo, Álvaro presentía el final irremediable y así se lo hizo saber en una carta a Francisco Posada de la Peña, quien seguía siendo su amigo y el director del Diario del Caribe: "La vida fue buena conmigo.Cuando afrontas la muerte, rodeado de amistad, la muerte se retira a esperarte unos ratos, te has ganado la vida, la eternidad. Ayuda mucho a ver la muerte como debe ser: con más alegría".
Estando en ese trance se apareció Alejandro Obregón con las pruebas de la edición de Los cuentos de Juana y el momento se vivió con entusiasmo.
Gabo se devolvió cuando ya le habían curado el linfoma con radiaciones de cobalto, le intentaban subir los glóbulos rojos y arreglarle la voz deteriorada. Ya estaba calvo y desgastado por la quimioterapia. Faltaban solo tres días para que Álvaro volviera a Barranquilla, pero un control final impidió el regreso.
El desenlace fue rápido. En pocos días perdió mucho peso, sufrió de afonías, desmayos, desvaríos, y para contrarrestar todo ello y como último recurso le hicieron traqueostomía y le pusieron oxígeno. A pesar de los remedios, drogas y quimioterapias, no logró reaccionar. Murió en una habitación del hospital en la madrugada del 12 de octubre, al lado de Tita y sus dos hijos.
"Según las primeras informaciones que hizo conocer su esposa desde Nueva York, Álvaro Cepeda murió sumido en un sueño profundo. No hubo agonía para él en su muerte".
Para sus amigos fue un golpe muy fuerte. Julio Mario estaba realmente afligido. No solo había sido su amigo durante muchos años. También habían trabajado y parrandeado juntos, y en un intento desesperado por salvarlo, había pagado en vano los mejores médicos de Nueva York.
El 14 de octubre, en la noche, llegó en un avión de carga el cadáver de Álvaro Cepeda Samudio. Alejandro Obregón y Juancho Jinete fueron a recogerlo. También estaban los taxistas del centro, sus amigas de todas las condiciones y clases, mecánicos diversos, los amigos de La Cueva, trabajadores del Diario del Caribe, vendedores ambulantes, quienes vieron asombrados cómo los tres ataúdes que lo contenían no cabían en la camioneta. En efecto, el ataúd llevaba encima un forro de aluminio y luego una caja de madera negra. "Como siempre, Cabellón Cepeda, y aunque estés muerto para siempre, les sigues mamando gallo a los demás", escribió Juan Gossaín para la revista Cromos de esa semana.
Los periódicos de Barranquilla y Bogotá habían dejado caer una catarata de notas con la noticia y los logros de Álvaro. También escribieron sobre su obra, publicaron mensajes de condolencias de agencias de prensa, de amigos, decretos de honores de la Alcaldía y la Gobernación, un homenaje en la Convención Nacional Liberal que se llevaba a cabo, condolencias de Andiarios, de la asociación de fotógrafos, columnas exaltando su desempeño como literato, como periodista y como hombre.
Había páginas enteras de todos los diarios locales con avisos invitando a sus exequias en la iglesia La Inmaculada y al entierro en los Jardines del Recuerdo, programados para el domingo 15 de octubre (...).
Lo velaron en su casa. Reinaba un silencio fatal. La gente hablaba en susurros y ocupaba toda la estancia, los corredores, la puerta abierta, la terraza, la acera misma. Las mujeres sacaron sus abanicos de sándalo y las coronas de flores se iban acomodando una al lado de la otra. Las dos perras tampoco ladraban, ni Patricia escuchó sus discos de rock preferidos (...).
Al día siguiente, el 15 de octubre, se fueron a la iglesia La Inmaculada, situada a unas cuantas cuadras de allí, donde oficiaron los servicios religiosos correspondientes (...). Era un mediodía de 35 grados centígrados. Todos vestían de blanco y negro, se oían sollozos ahogados, llanto mucho tiempo contenido, lágrimas que se derramaban en silencio... De pronto, un espontáneo pronunció unas palabras improvisadas. En ese momento, pensó que cómo iban a enterrar a ese personaje ilustre sin que nadie dijera nada, en medio de ese gran silencio, y entonces, por su propia iniciativa, se fajó un discurso.
Samper, presente entre esa aglomeración, fantaseaba con la vida y tenía la esperanza de escuchar su risa, su Jeep. Pero nada de eso pasó. Allí quedó sepultado bajo una cantidad inmensa de flores. Esa tarde se pronunció una frase: "Al fin va a saber Tita dónde dormirá Álvaro esta noche".En la ciudad se dice que Alfonso Fuenmayor la pronunció en medio de su gaguera. Juan Gossaín afirma que fue la misma Tita quien lo dijo cuando iban saliendo del cementerio.
Julio Mario organizó un sancocho para después del entierro y todos rememoraron las locuras de Cepeda. En vista de que la comida se demoraba, los que habían venido desde Bogotá para asistir al funeral empezaron a despedirse. Al notar el movimiento, Julio Mario preguntó qué pasaba. Le avisaron que ya pronto despegaría el avión. Con una llamada telefónica, ordenó retener el vuelo de Avianca, compañía de la cual era propietario, hasta que los invitados terminaron de comer.
Con su deceso, sus amigos quedaron un poco huérfanos y como perdidos sin él. Algunas noches, cuando estaban borrachos, lo visitaban en el cementerio, golpeaban la lápida con una botella de ron y ante su silencio le gritaban: "¡Despierta, hijo de puta! ¡Ven a beber ron con nosotros!".
Especial para EL TIEMPO
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